Nuestros mayores se nos van.
Se marchan solos y en silencio.
Qué cosa mas triste.
Qué pena más amarga.
Salen de nuestras vidas
igual que vivieron,
sin que se les note.
Ni pizca de guerra,
aunque muchos de ellos ya vivieron una
y todos, eso sí, sufrieron sus secuelas.
Se nos van
y los sacan por la puerta de atrás,
sin que podamos decirles adiós,
gracias,
te quiero.
Sin ni siquiera poder darles un beso,
un abrazo,
¡una lágrima!
Compartirla entre nuestras mejillas,
mojando sus fríos rostros
con la húmeda calidez,
salando esas arrugas duras,
que en su momento muñeron nuestros arrumacos,
amortiguaron nuestros labios.
Se nos van de una forma cruel,
inhumana,
indigna.
Una mierda, vamos.
Se nos van sin que podamos hacer nada,
porque no nos dejan,
porque el enemigo es cobarde
y está escondido a nuestros ojos
pero, aun invisible, nos ha asediado.
No nos permite acercarnos siquiera al adiós.
Así que así estamos,
sin acompañarles en sus últimos pasos,
que los lloramos en la distancia,
los velamos en la distancia,
los despedimos en la distancia
y los que quedamos
nos consolamos en la distancia,
siendo nuestro único alivio
el recordarlos cerca,
en el corazón.
Y eso es lo que nos hace fuertes.
Y gracias a eso lo superaremos.
Porque con eso no contaba
y por eso le pillaremos desprevenido.
Y eso servirá para que continuemos.
Y es que eso es precisamente lo que importa
Eso lo es todo.
Eso eres tú.
De veras.
Pon en cada eso un tú,
un ti, un contigo
y sabrás porqué seguimos aquí.
Por todos los que os fuisteis
y os estáis yendo.
Por ti,
que lo hiciste para seguir.
En un recuerdo.
En un olor.
En un sonido.
En una canción.
Junto a mí.
In memoriam de los que se están yendo, pero que seguirán mientras perdure su recuerdo.
Imagen de Alberto Cortez
